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A veces miro esa foto cuando voy a casa de papá y mamá. Es una foto de mi familia materna. En el centro, sentados, mis abuelos Francisco Zurbarán y Modesta Fuentes. De pie, rodeándolos, sus cinco hijos: mis tíos Francisco, Modesta, Rosa y María, y mi madre Luisa. Le he preguntado a mamá la fecha de esa foto, pero no me pudo dar certeza. Hizo lo que una hace en estos casos: tomar alguna referencia.
Como es la casa de Chacarita, la de la calle Zabala, tiene que ser antes de 1910, cuando se mudaron a Pacífico. Y el vestido negro que tiene puesto la abuela Modesta lo cortaron y lo cosieron con la tía Rosa, con lo que tiene que ser después de 1907 porque en ese año fue que la tía entró a la academia de corte y confección. Cada vez que la miro me sucede lo mismo: me pregunto qué está pensando cada uno de ellos en ese momento. O los diez minutos anteriores a que el fotógrafo tome la foto.
Es un día común de 1908, o 1909. Lo pienso desde 1961 y me digo qué antigüedad, cómo sería vivir en ese momento. Pero en ese momento vivir en 1909 no es ninguna antigüedad. Es el presente, es la vida y punto. Es normal que sea 1909, como ahora es normal que sea 1961. ¿Qué pensará mi hija en 2015, si ve una foto de este año? ¿Se dirá así, “en” 2015, o se dirá “en el” 2015? Falta tanto que no puedo ni representármelo.
Ese día es normal y es 1908 o 1909. La abuela les habrá avisado que venía el fotógrafo para que estuvieran todos, puntuales, limpios, bien vestidos. Y así están en la foto. No sonríen mientras posan. Miran serios, sin pestañear. En las fotos familiares de ahora las personas tienden a sonreír. ¿Cómo será en el futuro? ¿Habrán sacado la foto antes o después del almuerzo? ¿Qué habrán hecho después? ¿Se habrán quedado las mujeres poniendo orden en la sala? ¿Habrá vuelto el abuelo a trabajar al almacén?
Siempre pienso esas cosas cuando miro esa foto de mamá. Pero sobre todo pienso en una idea: esas personas que posan para la foto, ese día, sentían algo, temían algo, deseaban algo, sentían enojo por algo, sentían culpa por algo, cifraban esperanzas en algo. Todas ellas. Los dos adultos y los cinco jóvenes.
Y enseguida pienso en otra cosa. ¿Qué queda, hoy, de todos esos algos? Por empezar, cuatro de esas siete personas ya están muertas: los abuelos, el tío Francisco y la tía Rosa. De manera que sus sentimientos, sus enojos y sus esperanzas se han evaporado. Pero aun en los que sobreviven: ¿se acordará hoy, mamá, cuando mira esa foto, de lo que pensaba, temía y quería ese día?
Yo, por mi parte, salgo en un montón de fotos. En muchas más de aquellas en las que salieron ellos. Este verano, sin ir más lejos, sacamos dos rollos enteros en las vacaciones. ¿Estaré viva dentro de cincuenta años? ¿Qué quedará, en mí, dentro de medio siglo, de los deseos, los temores, los enojos, las esperanzas que cruzaban mi vida
en las fotografías de este verano? Probablemente poco. Probablemente nada.
Y si queda poco, o si queda nada: ¿Dónde estarán la culpa, la angustia, el desasosiego? ¿Seguirán ahí, siempre conmigo?