Las cartas de mi abuelo

Tengo muy pocos recuerdos de mi abuelo paterno.

Me quedan sólo un par de fotos de él. Una de ellas es en la rambla de Mar del Plata, la vieja, la de madera. Se lo ve feliz, con su traje y su sombrero, acompañado de su hermano Pedro con hábito de sacerdote.

En cambio, mi recuerdo es el de un señor muy viejo, hablando en un lenguaje extraño, revoleando una muleta en el patio de mi casa, y en su rostro un gesto indescifrable, entre enojo y tristeza. Yo lo miraba escondida detrás de la falda de mi mamá, muy asustada, pensando que el reto era para mí. Probablemente no lo fuera, nadie puede saberlo ya.

Sin embargo ese no es el primero. Hay otro, seguramente anterior, pero menos marcado en mi memoria. En él, estaba mi abuelo en la cabecera de una larga mesa en la casa de mi tía Isabel. Allí vivía habitualmente, en Florencio Álvarez, en una casita amplia y luminosa, con una gran huerta y un jardín. Estaba almorzando, muy alegre, rodeado de la familia: nosotros, que estábamos de visita, mi tía, y mi tío Ángel –el favorito de mis primos- que también vivía con él. Pasamos un hermoso día, y lo que más quedó en mi memoria es la anécdota de las pesadillas: mi abuelo solía gritar dormido, ¡cuando cenaba huevos fritos! Esta característica fue heredada por mi papá –son famosos los relatos de mi mamá- y también por mí misma.

Ahora, atando cabos, me doy cuenta por qué estuvo mi abuelo en casa algunos días. Mi tía se mudaba a un pueblito del interior llamado “Dionisia”,  cercano a Miramar. Con el correr de los años el nombre fue cambiado por uno menos poético, aunque sus pobladores siguieron llamándolo así. En fin, mientras duraba la mudanza, mi abuelo se quedó en casa y de ese momento es la escena de la muleta en el aire.

Es muy difícil para mí relacionar esos recuerdos infantiles con el hombre de la foto. La explicación posible es una vida llena de dificultades, privaciones, heridas mal curadas, mala atención de su salud, seis hijos y la viudez que llegó inesperadamente.

Este podría ser su relato, en el que nos contaría su vida, sentado en el sillón cama que teníamos en el comedor:

 “Nací en un pueblito de Siria, donde fui a la escuela y aprendí a leer y escribir. Vivía tranquilamente con mi familia: mi padre Simón, que era sacerdote, mi madre y mis hermanos. Un día estalló la guerra y con ella, mis sueños y los de mis amigos y parientes. Mi madre lloró de horror y angustia al saber que también reclutarían a los más jóvenes, aún a los de quince años. Yo era el mayor, y me miró pidiéndome entre lágrimas que me fuera lejos, lo más lejos que pudiera, para buscar un refugio para mis hermanos menores.  Tuve que ir solo, ya que Pedro, que era un año menor que yo, se encaminaría al seminario para seguir los pasos de mi padre. Así fue como emprendí un viaje muy largo, incierto y lleno de peligros. Cuando finalmente zarpé rumbo al sur, ya había pasado lo peor: salir clandestino, escapando en la noche y arriesgando la vida.

A medida que el barco se alejaba, y a pesar de la tristeza de dejar atrás a la familia, la vida apacible del pueblo con sus sonidos, paisajes y olores cotidianos, y un país arrasado, me fui habituando a las nuevas circunstancias. Empecé a relacionarme con los otros compañeros de infortunio, nos consolábamos contando nuestras historias, tan parecidas unas de otras. Así me hice muy amigo de uno de ellos, Elías, que tenía familia en Argentina y de quienes hablaba constantemente, tanto, que cambié mi plan inicial de quedarme en Brasil para seguir viaje con él. De a dos es más fácil, pensé, y más seguro. Ellos habían empezado a formar parte de mi vida. Mis preocupaciones me fueron abandonando al comenzar a imaginar un futuro más feliz, con el resto de mis hermanos y mi madre viniendo a mi encuentro.

Pero al llegar, la realidad no era como la soñaba: la llegada, el hotel de los inmigrantes, tuvo la complicación adicional del idioma. A pesar de un traductor improvisado entre los pasajeros, ya no pude reconocer ni mi propio nombre. “Graciano Cura” escribieron al oírlo, como pudieron, los funcionarios de inmigración.

Luego, el viaje ajetreado en tren y carro, al pueblo de la familia de Elías, llamado González Chávez, a 600 km del puerto de Buenos Aires. Los parientes de mi amigo no nadaban en la abundancia. Trabajaban en el campo, y allí fuimos nosotros, a sumar nuestros brazos para lo que hiciera falta: arar la riquísima tierra de la pampa húmeda, desmalezar, cosechar…

Elías empezó a recibir con regularidad cartas desde su hogar. Me llamaron la atención porque estaban escritas con una caligrafía perfecta, armoniosa y con un estilo esmerado. Estaban llenas de cariño y melancolía, con noticias de su patria, El Líbano, pero a la vez eran alegres y esperanzadas.  Pude conocer muy bien su contenido porque él me pedía que se las leyera: era analfabeto. Así supe de su familia, y sus seres queridos fueron pronto también los míos a través de esas líneas. Pero sobre todo descubrí a la redactora de esas cartas, que era su hermana Sofía, de apenas 13 años. Ella también empezó a conocerme, ya que fui el encargado de contestarlas, al dictado de Elías. Poco a poco, a lo largo de dos años, fui incorporando párrafos más personales, presentándome y contándole mi propia historia. Las últimas antes de su viaje ya eran entre ella y yo.

Cuando el barco atracó en Buenos Aires, allí estábamos Elías y yo, esperando verlos aparecer en la cubierta, los dos con ansiedad. Pero había un corazón desbocado, que esperaba conocer por fin esos ojos y esa sonrisa que me acompañarían el resto de la vida.”

Tengo otra foto más, la del casamiento de Sofía y Graciano. Es en el estudio fotográfico del hermano de ella, Antonio Tahuil. Él está sentado en una baranda, con su bigote de los años 20. Ella se apoya en su hombro, con el sombrero ladeado. Así prefiero recordarlos.

Una noche de 1969, mi papá armó la valija para ir a darle el último adiós.

20/11/2023

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